Alonso, Jerónimo
Bravo, Flavia Natalia
Cabrera, Ana Magalí
Carmona Victoria
Texto A:
Leer (y enseñar a leer) entre las lenguas
Se puede pensar la lectura más allá del modelo de la comprensión,
más allá del modelo de la comunicación. Como experiencia, por ejemplo.
Steiner, en su libro Lenguaje
y silencio, escribía lo siguiente: “Leer bien es arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra
identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. (...) Así debiera ser cuando
tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de
imaginación o de doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que,
durante un tiempo, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente. Quien
haya leído La metamorfosis de
Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer
letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta”.
El
lector que es capaz, técnicamente, de leer letra impresa, comprende
perfectamente el texto. Y, sin duda, es capaz de comentarlo competentemente y
de responder a las preguntas de los profesores. Pero es un analfabeto en otro
sentido, en el sentido de la experiencia. Porque la experiencia es lo que nos
pasa, y a ese lector que sólo comprende, o que sólo quiere comprender, no le
pasa nada. La experiencia de la lectura, entonces, o la lectura como experiencia,
¿es otra cosa que la comprensión? Si es así, no siempre leer es comprender, o
no sólo leer es comprender. Pero ¿sigue siendo traducir? ¿qué significaría
entonces la experiencia de la lectura como experiencia de traducción? ¿qué
tendría que ver la traducción con ese dejar vulnerable nuestra identidad,
nuestra posesión de nosotros mismos?
Habría
que preguntarse, quizás, por qué los aparatos educativos privilegian la
comprensión, por qué los discursos psicotécnicos y pedagotécnicos sobre la lectura
se mueven exclusivamente en el interior del marco de la comprensión. Voy a
adelantar dos hipótesis.
La
primera es que en la escuela que conocemos es esencial la evaluación. Por lo
tanto, es esencial hacer visibles de una forma máximamente estandarizada cuáles
son los resultados de las prácticas de enseñanza, si sus objetivos han sido o
no alcanzados, y de qué modo. Y para eso, el modelo de la comprensión es
perfecto. De lo que se trata es de saber si el alumno ha comprendido lo que
tiene que comprender, y a partir de ahí enseguida podemos establecer problemas
de comprensión, niveles de comprensión, y todas esas cosas que les gustan tanto
a los psicopedagogos en ejercicio.
La segunda hipótesis tiene que ver con el
predominio de la concepción técnica del lenguaje, esa que considera la lengua
como instrumento de comunicación. La lengua no es otra cosa que un soporte de
ideas, sentimientos y, en general, expresiones, y leer no es otra cosa que
apropiarse de eso que la lengua comunica. La lengua no es otra cosa, en
definitiva, que soporte y transporte de información. No es otra cosa que
telecomunicación. No creo necesario insistir en la cantidad de discursos que se
asientan sobre ese supuesto. Desde la concepción cognitivista de la lectura,
según la cual leer no es otra cosa que procesar información, hasta toda esa
retórica de la sociedad de la información que se está imponiendo sin crítica y
con el apoyo de estados y oligopolios de todo el mundo. No creo necesario
insistir tampoco en la cantidad de programas de investigación educativa y de
formación del profesorado que incluyen una u otra de esas retóricas. El sistema
educativo trabaja el lenguaje desde el punto de vista de la tecnología de la
información. Por eso trabaja la lengua desde el punto de vista de su máxima
transparencia y de su máxima eficacia.
Hay
una frase de Bajtín
que siempre me ha fascinado. Hablando de la transmisión de los textos en las
disciplinas filológicas, dice lo siguiente: “el
estudio de las disciplinas filológicas conoce dos modos escolares fundamentales
para la transmisión asimilativa del discurso ajeno: de memoria y con las
propias palabras”.
Dilo
de memoria. O dilo con tus propias palabras. Apréndelo de memoria, repítelo
literalmente, textualmente, palabra por palabra. O tradúcelo a tus propias
palabras. Ese dispositivo de “con las propias palabras” atraviesa la pedagogía.
El imperativo es: lee el texto y, después, escríbelo con tus propias palabras.
Que tus propias palabras digan de otro modo, a tu modo, lo que el texto ya
dice. Ese dispositivo presupone que el sentido de un texto puede trasladarse de
un texto a otro, como si el mismo sentido pudiera decirse con palabras
diferentes.
Bajtín
continúa diciendo que la significación de cualquier texto no es acabada, sino
abierta, que cada contexto de lectura lo hace susceptible de nuevas
posibilidades semánticas. Por eso, de la palabra, de cualquier palabra “todavía no sabemos del todo lo que nos puede
decir, la introducimos en nuevos contextos, la aplicamos a un nuevo material,
la ponemos en una nueva situación para obtener de ella nuevas respuestas,
nuevas facetas en cuanto a su sentido y nuevas palabras propias (porque la
palabra ajena productiva genera en respuesta, de manera dialógica, nuestra
nueva palabra)”.
Leer
sería entonces traducir el texto a nuestras propias palabras. ¿Eso significa
que le damos nuestras palabras al texto o que es el texto el que nos da
nuestras propias palabras?
Independientemente
de que leamos de memoria o de que traduzcamos a nuestras propias palabras
¿podemos leer el texto en una lengua que no sea nuestra lengua?, ¿con unas
palabras que no sean nuestras palabras?
Se
trata de pensar la lectura sabiendo que la palabra humana se da como confusa,
como dispersa, como inestable y, por lo tanto, como infinita. Se trata de
Babel.
Babel
atraviesa cualquier fenómeno humano de comunicación, o de transporte o de
transmisión de sentido. Y, desde luego, cualquier acto de lectura.
Lo
que ocurre es que existen distintas actitudes ante Babel, ante el significado
del "hecho" Babel, ante el escándalo o la bendición de Babel, ante lo
remediable o lo irremediable de Babel, ante la radicalidad y el alcance de la
condición babélica de la palabra humana.
Jorge Larrosa (Flacso)
Texto B:
Leer/reír en la escuela
Generalmente, cuando nos piden describir la escuela a propósito
de análisis, problematizaciones y otras cuestiones teóricas, algunos
lugares comunes gritan un fervoroso “presente” en nuestro discurso: saberes y
tareas, enseñanzas y aprendizajes, o bien, maestros y alumnos; duras realidades
o blandas penas; tizas -blancas y de color- y pizarrones; evaluadores y
evaluados; algunas expectativas y otros tantos logros.
Sin embargo raras veces, ocasionales, escasas, es posible
escuchar, en referencia a nuestra cotidiana escolaridad, el rotundo “Me dio un
ataque de risa”. Si apelamos a nuestra historia escolar, seguramente alguna
sonrisa se dibuje anclada en el recuerdo de la profesora de Geografía que hacía
sobrevolar su dedo en la lista antes de depositarlo en nuestro nombre para
llamarnos a dar lección mientras cuarenta respiraciones se retenían en
simultáneo. También, escuchar un relato de algún niño o “adolescente de hoy”
sobre aquellos que de extraño para sus ojos pasa en la escuela probablemente
provoque, en ellos y en nosotros, alguna otra sonrisa, o quizás risa.
Pero lo raro, lo ocasional, lo escaso, es escucharnos reír en
presente de aquello que cotidianamente vivimos en la escuela. Esporádicamente
nos dan ataques de risa. Decimos la risa como festejo unísono, la descarga
enérgica y aliviante de la risa, la risa sorpresiva, solitaria o en la búsqueda
necesitada de complicidad en la mirada con otros … porque la boca está ocupada,
en reírse.
Hablamos de la presencia del
humor, de la posibilidad de aflojar la mirada y la mandíbula para ver la
realidad. Y, más aún, si sobre lo que estamos dando vueltas desde hace un
tiempo y seguirá ocupándonos un rato más es la transmisión del vínculo con el
lenguaje, a través del leer y del escribir. ¿O hay algo mejor que compartir una
carcajada con uno de nuestros alumnos, en la escuela, a propósito de algo que
juntos leímos o de una historia que ellos escribieron?
El humor como lente para mirar críticamente aquello que
heredamos y aquello que ejercemos con un libro en nuestras manos o sacando
punta al lápiz de uno de nuestros alumnos. Para preguntar críticamente qué es
posible leer y escribir y hacer leer y escribir de otro modo. Para pensar
críticamente qué de lo nuevo y de lo viejo pueden convivir en nuestra
transmisión de la palabra. Para poner/nos en cuestión en otro registro, porque,
en palabras de Jorge
Larrosa: “La risa destruye las certezas. Y
especialmente aquella certeza que constituye la conciencia clausurada: la
certeza de sí. Pero sólo en la pérdida de la certeza, en la permanente puesta
en cuestión de la certeza, en la distancia irónica de la certeza, está la
posibilidad del devenir. La risa permite que el espíritu tome altura sobre sí
mismo. El gorro de cascabeles tiene alas.”
E. Antelo (Flacso)